The Problem of Pain in Yoga
March 9, 2016“But He’s Not Erect”: Rationalizing Videos and Lies
July 10, 2016publicación original: 9 de marzo de 2016
traducción del inglés: Atenea Acevedo
enlace al original
La versión original en inglés de este ensayo fue inicialmente publicada por Yoga International. Muchas gracias a Kat Heagburg por su apoyo editorial.
____
Seguramente has oído diversas traducciones del componente haṭha en el vocablo haṭhayoga.
Una de las más citadas es «vigoroso». Hay quienes prefieren una interpretación más esotérica y dicen que ha y ṭha se refieren «al sol y a la luna», o a «inhalar y exhalar». Proponen, pues, que la práctica busca integrar fuerzas opuestas.
Según el estudioso del yoga Jason Birch, la interpretación esotérica probablemente sea un agregado posterior a los textos más tempranos sobre el haṭhayoga, de manera que el significado más antiguo sería «vigoroso».
Ahora bien, ¿qué tipo de «vigor» describieron quienes dieron origen al haṭhayoga?
Birch apunta que Monier-Williams, sanscritista de enorme influencia que vivió en el siglo XIX, y otros europeos que se especializaron en la cultura india en aquellos tiempos, «confundieron el haṭhayoga con las prácticas de ascetismo extremo (tapas) que aparecen en los purāṇas» o literatura épica. Juntos, plantearon la noción de que haṭha implicaba el vigor del esfuerzo violento o la propia flagelación.
Los vestigios de ese significado se conjugan con el heroísmo de la era moderna del fitness, cuyo lema es «si no duele, no sirve», y con la noción de buscar el «límite» de nuestra tolerancia… o ser presionados por los maestros para buscarlo y, casi siempre, encontrarlo en el rango máximo de movimiento de determinada articulación. Por lo general, el límite es visto como el posible umbral de una revelación, quizás porque la sombra que proyecta es el umbral de una lesión.
Sin embargo, como cuidadosamente señala Birch, la cantinela constante de los primeros manuales de haṭhayoga afirma que, si las prácticas se llevan a cabo śanaiḥ, śanaiḥ, es decir, «de manera gentil, gentil», el despertar espiritual será inevitable. En otras palabras, si tu práctica contiene suficiente gentileza, esa es la energía que te llevará al despertar.
De hecho, como apunta Birch, «La interpretación de haṭhayoga como “esfuerzo violento” queda refutada, en efecto, en el haṭhapradīpikā (1.15), que menciona al esfuerzo (prayasā) como uno de los seis factores que arruinan el haṭhayoga.»
Consciente o inconscientemente, muchos practicantes y maestros modernos están empezando a coquetear más y más con esta evocación de la «gentileza». Las prácticas restaurativas están adquiriendo auge y el yoga terapéutico se está perfilando como un ámbito mejor definido. El yoga nidra está ganando popularidad y cada vez más practicantes se hacen conscientes del espíritu nutricio del ayurveda. El maestro J. Brown incluso acuñó una frase que se ha convertido en slogan: «Gentle is the New Advanced» («Gentil» es el nuevo significado de «avanzado»).
Pero no todo el mundo quiere subirse al tren de la gentileza. El vigor que conduce al límite y más allá sigue siendo altamente valorado en el yoga moderno. Una de las razones detrás de ello es la casi absoluta integración de las asanas con el atletismo y la ansiedad en torno a la imagen corporal que encontramos en el mercado globalizado. No obstante, las causas más profundas se hallan en la ambivalencia transformadora de la psicología del dolor, la ausencia de gentileza en la historia inicial del yoga moderno y la continua resonancia de elementos de austeridad en la filosofía del yoga.
Apuntes básicos sobre la psicología del dolor
En contradicción a la lógica, es un hecho que el dolor experimentado en el entorno relativamente controlado de una clase de asanas puede resultar atractivo a algunos practicantes. A las personas con cierto grado de disociación puede brindarles un sentido de retorno al cuerpo. A las personas traumatizadas puede llevarlas a recrear sensaciones pasadas dentro de un escenario de mayor autonomía. El dolor elegido puede ser preferible al dolor infligido: tal vez accedamos a la capacidad de adaptarnos al dolor elegido desde un lugar de mayor claridad.
En el caso de quienes, desde la infancia, llevan grabadas en sus cerebros imágenes como la representación de la crucifixión o de Hanuman desgarrando su propio pecho para revelar a Ram y Sita, el dolor podría estar vinculado a expresiones de amor o indicios de iluminación. Si de niño te azotaron en las nalgas y te dijeron que era por tu bien, quizás asocies el dolor con la posibilidad de recuperar la mirada favorable de tu padre o madre.
Ariel Glucklich, académico dedicado a estudiar los usos religiosos del dolor, afirma que este puede dotar de significado al sufrimiento que no encuentra otra forma de expresión. La especialista en literatura Elaine Scarry subraya que el dolor trasciende la totalidad del lenguaje. No es de sorprender que el dolor se vincule con tal facilidad a la experiencia mística, esa combinación de lo inexpresable y lo secreto.
Si el dolor es una de las características de un «ajuste», también puede convertirse en una vía para que maestros y estudiantes exploren las fronteras del consentimiento y la rendición. De manera más sombría, el dolor proveniente de las manos de alguien en quien confiamos puede resignificar experiencias de dolor infligido a traición. Desde luego, si esta dinámica es inconsciente, es posible que maestro y estudiante estén simplemente reconstruyendo escenarios familiares de ejercicio de poder o incluso maltrato.
Actualmente, la mayoría de los maestros responsables advertirá a sus estudiantes de no buscar el dolor. Saben que ayudar a un estudiante a identificar por qué siente atracción por el dolor es una tarea que compete únicamente a un terapeuta calificado. Saben, también, que pretender interpretar lo que el dolor significa para otras personas equivale a adentrarse en un terreno peligroso.
Un poco de historia
Las raíces del yoga postural moderno están muy lejos de la gentileza. Los primeros estudiantes de T. Krishnamacharya aprendieron su arte en una olla de presión creada por un movimiento anticolonial hipermasculino e influido por el fisicalismo, donde el castigo físico constituía un mecanismo habitual de entrenamiento. El objetivo de despertar a través de la práctica de asanas estaba totalmente subordinado al objetivo de alcanzar la maestría física mediante incontables demostraciones que el propio Krishnamacharya después denominaría «propaganda».
En el transcurso de mis propias investigaciones, he llegado a creer que aquella breve y violenta época ha alcanzado una resonancia desproporcionada a través de la globalización del llamado cuerpo del yoga. Dicha resonancia se expresa en la obsesión performativa, el impulso maniático hacia la maestría física y la persistencia de técnicas para realizar ajustes invasivos. Una buena porción de la pedagogía del yoga sigue arrastrando la no reconocida sombra de la dinámica de un poder autoritario que en gran medida buscó moldear y disciplinar cuerpos infantiles según rígidos ideales sociopolíticos. La manifestación más común (y aparentemente benigna) de esa sombra se hace presente cada vez que un maestro de yoga indica a otros cuerpos lo que deben de hacer.
Todo gran avance en la pedagogía general del yoga en los últimos cincuenta años, incluidas, pero no solo, las aproximaciones terapéuticas de T.K.V. Desikachar, la teoría de las ondas espinales de Vanda Scaravelli, el «Freedom Style» de Erich Schiffman, los textos de Donna Farhi sobre la relación estudiante-maestro, y la aparición de tarjetitas u otros medios con que los estudiantes manifiestan su consentimiento para recibir ajustes, ha surgido como un replanteamiento o rechazo, consciente o inconsciente, de los métodos del Palacio de Mysore. Sin embargo, esta evolución sigue siendo marginal al yoga predominante, mismo que sigue fuertemente influido por las actitudes, si no es que las técnicas precisas, de los estudiantes más famosos de Krishnamacharya en la década de 1930.
¿Cuáles son dichas actitudes? (Dos pequeñas cuestiones sobre filosofía)
Primero, el cuerpo es visto como el instrumento del viaje interior del yo o sí mismo, y como señal de valiosa pertenencia social. El cuerpo ha de ser moldeado, esculpido, suavizado, limpiado y purificado. Se le somete a una progresión de secuencias, mantras, jugos, yerbas, purgas y enemas. Debe renovarse (y deconstruirse) continuamente para que el yo interno se vuelva más visible y el ciudadano externo más respetable. El dolor suele racionalizarse como parte inevitable de este proceso:
«El dolor es la debilidad abandonando el cuerpo»
«El dolor es tu gurú»
«El dolor es real»
Estas tres citas pertenecen a los tres maestros de yoga más influyentes del período de la globalización, es decir, después de la década de 1960.
El segundo punto puede entenderse mejor a partir de la etimología de la palabra mokṣa: «aflojar», «soltar» o «liberar». Esta palabra surge de milenios de literatura que emplea metáforas de la esclavitud a fin de referirse la existencia condicionada. ¿Alguien se sorprende, pues, de que la práctica más física del yoga enfatice la flexibilidad mediante la repetición de movimientos en el máximo rango articular posible?
El cuerpo puede fortalecerse con las asanas, pero la lógica incorporada de mokṣa podría, a la larga, valorar esa fuerza en tanto «desanuda» el cuerpo, desde los tendones hasta los chakras, la fuente misma del «apego» a cualquier esencia que necesite ser liberada. Ese podría ser uno de los orígenes de la popularidad psicológica de la extendida noción de que haṭha implica acción vigorosa.
Para decirlo sin rodeos, estas actitudes pueden parecer anticuadas y poco atractivas. Sin embargo, irradian una sabiduría ancestral que las fijaciones contemporáneas con la terapia, la sanación y las vacaciones de yoga rara vez abordan:
El cuerpo es un misterio ambivalente, ligado al tiempo. Vincula y separa. Irradia luz al arder. Bajo coacción, es capaz de confundir el dolor con placer. Perderá funcionalidad, morirá. No es de sorprender que los intentos por mejorar o santificar un cuerpo que, sentimos, podría traicionarnos, puedan implicar cierta rabia impotente.
Si el dolor se mide como parte de un método, si el dolor se vive a través de la percepción del consentimiento y si el dolor se integra a una narrativa del sendero hacia la realización, puede ayudar a algunos practicantes a lidiar con la extrañeza existencial del cuerpo. Muy probablemente seguirán ansiando el dolor.
Queda en manos de cada practicante ponderar los costos de sentir atracción por el vigor en el transcurso del tiempo. Y quizás explorar, cuando las lecciones del dolor se agoten, si así sucede, la revelación de otra memoria oculta: la gentileza.